La cartera.
La cartera.
Petro Alejandrovich no había logrado gran cosa en su vida, se esforzaba
claro está, pero sus esfuerzos topaban con pared cada vez, ya fuera porque el
clima no era propicio, ya fuera porque le era menester los deberes que
detestaba hacer pero le eran ineludibles, pero siempre encontraba una excusa.
Pese a todo había logrado ser funcionario, encerrado en su oficina de nueve a
cinco, con la hora de la comida cronometrada y casi los mismos rostros día tras
día durante diez años seguidos. Una vez concluida su jornada laboral se dirigía
a casa, su solitario departamento le esperaba con los deberes del día anterior
y la cena congelada que comía mientras veía la televisión; no era aficionado
del cine o los deportes, le gustaban los telejuegos, esos programas donde un montón
de pobres diablos perdían la poca dignidad que tenían por dinero, le divertían
de sobremanera aquellos donde se les golpeaba, mojaba, vejaba y hacía caer a
aguas asquerosas, se reía a carcajadas y las lágrimas escapaban de sus ojos,
“pobres tontos” se decía para sus adentros cuando alguno era apaleado en las
repeticiones y algún resquemor le quedaba cuando alguno lograba salirse con la
suya, “menos mal que no soy yo quien tiene que hacer algo así” se repetía a sí mismo cuando apagaba la televisión y se dirigía a la cama, dispuesto a reponerse
para el día siguiente.
El día más temido por Petro Alejandrovich era el viernes, contrario a los
demás funcionarios, pues era la antesala al terrible fin de semana, dos días
sin saber qué hacer, cuarenta y ocho horas que no estaban agendadas y estructuradas,
el condenado tiempo libre, tan anhelado por los vagos y los artistas era para
él como una carga pesada donde nadie le daba indicaciones sobre qué hacer ni
por cuánto tiempo. Había pues intentado hacer lo que sus compañeros, pero la
vida de los clubes y los bares le resultaba cansada e intimidante, cualquier
deporte le dejaba muy extenuado y era incapaz de entender las artes. Solía dar
un paseo por los parques, más para deleitar la pupila que por deporte, sin
embargo toda fémina le parecía inalcanzable, incluso aquellas que la persona de
pie habría considerado bellezas comunes eran para él la encarnación de
Afrodita, de la Venus o de Cleopatra, las miraba de reojo a lo lejos y agachaba
la mirada al pasar junto a ellas, las había incluso aquellas cuya belleza le
obligaban a aguantar la respiración en su cercanía por si el sonido de su
aspiración les molestase.
Entonces, preso del embeleso de alguna, caminaba sin rumbo, cuando algo
extraño se interpuso en el camino de sus pies, miró al piso y la vio, una
cartera negra como la noche. Al levantarla la suavidad de su tacto le fue muy
agradable, “ésta es la cartera de un hombre importante” se dijo a sí mismo,
volteó a un lado y otro esperando ver al dueño, pero el parque estaba vacío;
revisó el interior, había allí toda clase de credenciales y tarjetas. Todas
ellas pertenecientes a alguien llamado "Dimitri Akakievich", fue más grande su
sorpresa cuando encontró en ella cuarenta mil rublos, “¿pero qué clase de
persona lleva tanto dinero en el bolsillo?” pensaba mientras iba al encuentro
de un gendarme, mas al acercarse le asaltó un terrible pensamiento, "¿por qué no
quedarse con ella?", era claro que Dimitri la echaría en falta, pero nadie lo
había visto levantarla así que nadie sabía que la tenía, incluso de haber una
recompensa podría regresarla, vacía claro, alegaría que la había encontrado así,
resuelto a eso pasó frente al gendarme con la actitud propia de quien hace
mucho esfuerzo por no parecer sospechoso.
Al llegar a casa dejó la cartea sobre la mesa de noche y tras la cena se
quedó profundamente dormido. La mañana siguiente transcurría como cualquier
otra, excepto por una cosa, no encontraba su propia cartera, en vano la buscó
por los armarios y los estantes, en el sofá y en la cocina, pero no estaba por ninguna
parte; decidido a no llegar tarde a la oficina, tomó la cartera ajena y se
marchó rumbo al trabajo. Es posible que de no haber ido apresurado se hubiera
percatado de la expresión de extrañeza que sus vecinos le dedicaron esa mañana.
No fue hasta que llegó a la oficina que notó que pasaba algo fuera de lo
normal; la recepcionista, comúnmente fría y distante con él, le saludó
sonriente con un “buenos días excelencia”, el mozo del elevador le hizo
reverencia y preguntó cortésmente a qué piso iba en lugar de su hosco: “¿A dónde
siempre?”, pero lo que acabó por dejarlo anonadado, fue que su jefe, el siempre
arrogante Sergei Tchakov, ilustre entre los ilustres, le saludara con un fuerte
abrazo apenas pasara por frente a su puerta, “mi buen amigo D…, ¿qué te hace
venir a ésta dependencia?, espero que ningún asunto grave”, dijo Sergei. Petro
no supo que hacer más allá de sonreír, mas al tratar de explicar que era él
mismo Petro, un nudo se le formó en la garganta, incapaz de decirlo entró en
pánico, pero su voz sonó de pronto fuera de su control: “Oh Sergei, vengo a
saludarte, pues tú has estado ausente en mi oficina, un montón de trabajo has
de tener para ello”. Anonadado vio a Sergei reír ante tal reproche, él jamás se
habría atrevido a hacer semejante cosa, pero ahora estaba ahí, riendo junto a Sergei;
“¿qué tal las cosas con Natasha?, me ha dicho que en últimas semanas te ha
visto ausente, como si no fueras tú mismo”, un nuevo ataque de pánico, ¿Quién
era Natasha?, ¿Por qué el habría de saberlo?, su corazón latía tan fuerte que temía
que sus sienes se decidieran por estallar. Una vez más su boca actuó por si
misma: “lo sé, no me juzgues las cosas están bien sólo necesitaba aclarar mis
ideas”. “Me alegra – dijo Sergei – es más deberías ir a verle, me ha dicho Anastasia
que irían al teatro ésta tarde, que la encuentres ahí de sorpresa le hará
sentirse mejor; anda ve que irán a la función de las seis y si te apresuras
estarás ahí con ventaja”. Sergei lo empujó a la salida mientras le decía de qué
iba la obra. Petro se sintió aliviado de estar en la calle, pero a la vez estaba
confuso por lo de Natasha, ir al teatro no sería complicado pero, ¿cómo es que
la reconocería?, podría estar ahí y ella también pero si ninguno de los dos se
viera no la encontraría. Entonces pensó: “¿Por qué me preocupa esto?, lo que
debería hacer es ir a casa y quizás luego de una siesta todo vuelva a la
normalidad”.
Sin embargo frente a su puerta, frustrado, era incapaz de abrirla, probó
todas y cada una de sus llaves, sin ningún resultado, aporreó la madera, hasta
que un vecino salió a su encuentro: “¿buscaba al señor Petro?”. “Pero si yo soy
Petro” dijo éste desesperado. “No, yo conozco a Petro, es un tanto mezquino y
un tanto más raro, pero no es usted, si lo necesita búsquelo por la noche,
nunca hace otra cosa que estar en casa” y dicho esto el hombre cerró la puerta.
Abatido se sentó en la acera, de entre la bruma de su mente recordó los
cuarenta mil rublos, así como su cita imprevista en el teatro, miró su reflejo
en el cristal de un auto, era impensable que fuera de esa manera, una camisa y
pantalón de vestir medio raídos, lo haría verse mal para Natasha. Con un
impulso de optimismo se encaminó a una tienda de ropa, donde compró lo que a él
le pareció lo más elegante, luego a recomendación del sastre fue a la barbería.
Perfumado y decidido, al pasar por una florería, compro un ramo de flores, un
nuevo impulso de su cuerpo le hizo saber cuáles eran las correctas.
Así que se plantó ahí en la entrada del teatro, con su elegante traje verde
pistache, camisa rosa y corbata morada, anhelante, con su ramo de flores en
alto. “Pero mon cher, ¿qué significa
esto?” dijo una joven menuda y rubia tras de él, Petro volteó a verla, sus ojos
lo atraparon al instante, no sólo era la forma en que lo miraba, como si
pudiera ver su alma, pasearse por sus rincones y secretos y mirar dentro de sus
recuerdos, también era su color, sus ojos lila con destellos de ámbar en el
centro del iris, como si la pupila se coronase, como si una pequeña galaxia lo
mirase, lo escrutara y luego de eso pudiera sonreír, “Natasha que gusto verte”,
dijo sin saber porque lo hacía, se estaba acostumbrando a que su cuerpo de
dejase llevar, por desidia, por evitar confrontarse a lo que no conocía, si él
no sabía qué hacer quizás su cuerpo sí, ya lo había sacado de un apuro antes. “El
gusto es mío mon cher, ya te extrañaba” dijo ella abrazándolo, entraron a la
función y no faltaron los comentarios sobre su peculiar atuendo y sobre las
flores, en las cuales al menos había acertado. Comenzó la obra, era una ópera,
habría esperado cualquier otra cosa menos eso, Shakespeare habría sido
preferible, incluso uno de esos ‘performances’ nuevos y extraños, pero un nuevo
sentimiento lo embargaba, ahora recordaba que detestaba la ópera.
Dos horas de tenores y música, horas que le parecieron interminables. Más
tarde en el coche platicaba con Natasha sobre los días que había pasado
ausente, tuvo que inventarlo todo, empezó a mentir apenas ella le preguntó:
“¿qué tal tu viaje por Europa?”, según él no existía capital europea que no
hubiera ya visitado, aunque fuera por espacio de unas horas o una noche.
Inventó nombres de hoteles, de trenes, de estaciones ante el oído de la chica que
lo escuchaba fascinada. El coche se detuvo frente a un alto edificio
departamental, se despidieron y quedaron de verse al día siguiente; luego que
su coche dobló en la esquina fue probando una a una las llaves que traía
consigo hasta que alguna abrió la puerta. Una vez dentro le dejó paralizado una
interrogante “¿Cuál era su departamento?” empezó a andar, sólo por si su cuerpo
pudiera llevarlo hasta él, subió un par de escaleras, piso tras piso, pero
parecía que ninguna puerta era la indicada, ninguna le llamaba, hasta que en el
último piso la vio, la puerta con el setecientos dos; era exactamente igual a
la que tenía en su casa cuando todos lo reconocían como Petro, deslizó una
llave cualquiera en la cerradura y ésta abrió sin resistencia.
Dentro lo esperaba
una salita amplia, con una mesita de café y tres robustos libreros tan llenos
de libros que no se podía insertar una hoja entre un tomo y otro, algunos
cuadros en las paredes que quedaban sin ocupar, una cocina modesta, un baño con
tina y una recámara soberbia, pero había algo que faltaba, lo caviló unos
instantes y la revelación le llegó cual balde de agua helada: allí no había
televisor. Paseando inquieto por la sala se preguntaba “¿cómo es que alguien
puede vivir sin televisor?”, resignado se dejó caer en el sillón, sobre la mesa
de centro estaba un libro llamado “Buenos presagios”, lo levantó con desgana y
continuó la lectura donde marcaba el separador; dos horas más tarde apenas se
había dado cuenta de que se había hecho tarde, la noche estaba entrada, así que
se fue a la cama.
El despertador sonó inclemente, mientras la ciudad seguía dormida, aun con
los ojos cerrados se incorporó en la cama, estaba indeciso sobre qué quería ver
al abrirlos, ¿quería volver a ser Petro? ¿Volver a esa vida tan simple pero tan
suya? ¿Vivir la vida de otro? ¿Podría llegar a ser feliz de esa manera?, y más
importante, ¿podría esperar su vejiga mientras filosofaba? Lentamente, con sus
párpados pesando toneladas abrió los ojos, como aquel que abre una caja con
miedo a no saber qué encontrará dentro. Seguía en el lujoso departamento,
confuso fue al baño, se lavó la cara y el espejo le devolvió su rostro, porque
era su rostro aunque por momentos lo sentía diferente, pero le hacía sentir
bien. Mientras se vestía, un par de dudas se iban formando en su cabeza, ¿él
había sido Petro en verdad? ¿O es que siempre había sido Dimitri soñando que
era Petro?
Amanecía apenas mientras él conducía su coche en dirección a la casa que
creía habitar antes. Se detuvo en la acera detrás del camión de mudanzas que se
hallaba frente a la puerta. Una mujer pelirroja despedía a los cargadores,
Dimitri se acercó y le saludó, “Hola, buen día, ¿vive aquí el Sr. Petro?”, la
mujer apenada le respondió “Oh, ¿es que no lo sabe? El señor Petro murió la
semana pasada, lo asaltaron en el parque”, “cuánto lo siento” dijo Dimitri, se
despidió y subió a su auto, se quedó mirando la casa y luego se fue sonriendo.
La mujer le vio alejarse, luego entró a la casa, de uno de los cajones de
la cocina sacó un reloj de arena y borró el nombre que llevaba la placa en la
base. “Meow” maulló una gata desde la ventana, los ojos de la mujer brillaron
de un azul profundo mientras su rostro se volvía una calavera, “POR FAVOR NO
SEAS TAN DURA CONMIGO, SOY LA MUERTE, PERO NO ME GUSTA VER QUE SE DESPERDICIE
LA VIDA DE ESA MANERA”, dijo mientras una sombra oscura envolvía a la mujer haciéndola crecer hasta los dos metros y del extremo de una manga un dedo
huesudo escribía “Dimitri Akakievich” en la placa del reloj.
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