Eugenio (versión corregida)
Eugenio.
Eugenio Buendía
descansaba recostado sobre la fría porcelana mientras la madrugada transcurría
despacio y la ciudad dormitaba, entonces, el sonido del interruptor y la luz
del pasillo lo sacaron de su tranquilidad, además como si eso no bastara, el
hombre que entraba en el baño, obligándolo a desaparecer, no venía con las más
higiénicas intenciones.
Cuan triste era la
“no-vida” de Eugenio, si al menos el destino hubiese sido más compasivo con él,
al final de su vida, no se hubiera convertido en el hazmerreír del más allá, destinado a pasar la eternidad
entera en el sanitario, condenado a no poder resolver ese asunto que, por
razones del azar, tuvo que dejar irremediablemente a medias.
Noche tras noche, día
tras día, el eterno desfile de visitantes le recuerda palabra por palabra la
frase que tanto escucho tiempo antes de morir: “cuida tu colesterol”. Ahora era
muy tarde para lamentarse el no hacer caso, pero es que jamás lograba avanzar
en su paso al “más allá”, incluso un “más acá” le habría venido a bien; después
de llevar diecisiete años rondando el baño de su antiguo departamento,
cualquier cosa le parecía mejor.
El problema no era solo
tener que estar sentado en ese artefacto de porcelana todo el día, no, en
realidad lo que más le menguaba el ánimo era cuando tenía que desaparecer para
que no lo vieran, vagar por ese limbo de almas perdidas, él con los pantalones
bajos era algo que no tenía dignidad alguna, incluso para un fantasma.
Mas un día, recién volvía
del limbo de las burlas eternas, cuando descubrió lo que el hombre de overol
azul y cinturón de herramientas había hecho en su recinto, había entonces sobre
el área de la bañera y casi frente a él, un televisor de pantalla plana. Al
principio fue precavido con el artefacto, sabía lo que era, aunque lo recordaba
más robusto y la verdad no tenía muy buenos recuerdos de la programación. Pero
no estaría de más llenar el tiempo muerto de cuando no hay nadie en casa con
una buena película.
Fue una tarde de domingo
mientras todos estaban de paseo y Eugenio tomaba algo parecido a un baño de
tina, que pasaron el filme de un director sombrío, con cuyo trabajo se sintió
bastante identificado, la trama hasta el momento narraba la historia de una
pareja de fantasmas que tienen que lidiar con unos molestos humanos a los
cuales trataban de espantar con inútiles resultados, hasta que contratan a un
especialista que se encarga de ahuyentar a los molestos humanos para que ellos
se puedan relajar y tener su “no-vida” en paz.
En la realidad no existen
tales cosas como especialistas para espantar vivos, pero algo de esa película
dejó algo dentro de él, una idea clara de cómo recuperar su paz, entonces una
enorme sonrisa asomo a su rostro y un extraño brillo llenó sus ojos de muerto.
El primero a quien creyó
conveniente espantar fue al padre, ese hombre ancho de hombros, de generosa
barriga y no tan generosa altura, si lograba hacer correr a quien proveía el
sustento a todos los demás, ellos saldrían de allí sin rechistar. El hombre
estaba frente al televisor de la sala, en camiseta, con el cinturón
desabrochado, los zapatos regados y una cerveza en la mano, Eugenio concluyó
que era el momento, se mentalizó, se vio a sí mismo, la carne en vivo, grandes
manchas de sangre coagulada sobre la piel putrefacta, se vio arrastrando los
pies por la habitación soltando gemidos estridentes, abrió sus cuencas y se
lanzo a la carga. Eugenio en su metamorfosis de muerto viviente atravesó la
sala gimiendo y despidiendo el olor más nauseabundo que pudo concebir solo para
saltar él mismo del espanto cuando el hombre gordo se levantó de un salto a la
vez que gritaba “¡Pinche arbitro vendido!¡Eso era falta pendejo!”. Abatido y
asustado Eugenio volvió a su baño a pensar alguna manera de librarse de la
plaga viviente.
Días más tarde, encontró
la iluminación mientras se mesaba la barba, “¡Por supuesto!” grito, quizás el
hombre no fuera fácil de asustar, pero su esposa podría serlo, las mujeres
pueden creer más que los hombres, además, el hombre la adoraba, si ella no se
sintiera a gusto ahí, por amor él la llevaría a donde pudieran ser felices sin
molestos fantasmas. Pero esta vez lo haría bien, la última víctima no resultó
muy receptiva a su estilo de terror, así que iría aún más lejos. La mujer
pasaba la mayor parte del tiempo que el marido estaba en casa en la cocina, al
teléfono, esa sería su primera movida, esperó a que la línea estuviese libre e
hizo sonar el aparato. Un ring, dos, tres, “¿de dónde salió esta costumbre de
dejar sonar tres veces el teléfono antes de contestar?” pensó Eugenio, y al fin
la mujer atendió: “¿Aló?”, “¡todos van a morir!” susurro el fantasma con lo voz
aguardentosa y rasposa de los seres de ultratumba a la vez que hacia titilar
las luces de la cocina, agregando una risa desquiciada al final, para sus
adentros esperaba oírla gritar “¡Aaaaaah mi amor!, y salir corriendo con su
marido, se habría conformado con un suspiro de terror o una expresión de
desconcierto pero lo que la mujer dijo después fue: “Señor, no me interesa
ningún seguro de vida que venda, ¿sería tan amable de desocupar la línea para
que pueda llamar a un electricista?”, de nuevo, había fracasado.
Muy bien, no todo había
salido como estaba planeado, mejor dicho nada le había salido bien, pero dos
fallas en serie no iban a amedrentarlo, aún quedaban los hijos, esos no
debieran presentar los mismos problemas que sus indiferentes padres, por poco
que les importaran los muertos vivientes en la sala o las amenazas de muerte
telefónicas, sus hijos deberían de importarles bastante, ¿Qué padre desnaturalizado
ve sufrir a su hijo y no hace hasta lo imposible para remediar el
problema?, la solución a su problema
estaba en ellos dos, eso era seguro.
Iría a por la joven hija,
dieciséis años a lo mucho, se sentiría un poco culpable por el trauma causado
pero lo confortaría poder estar en total tranquilidad sin su molesta presencia.
La chica estaba arriba en su cuarto, pegada a ese trasto de computador,
tecleando como si la vida se le fuera en ello, riendo en ocasiones sin motivo
aparente y escuchando esa música comercial y banal, “sencillo” pensó Eugenio,
se advocó con la forma del nosferatu, la postura encorvada, la cabeza calva,
las orejas puntiagudas, los prominentes colmillos, los ojos rojos inyectados de
sangre, las largas uñas y la palidez del rostro, se engalanó un poco con el
traje y la capa solo para darle seriedad al asunto, se deslizó, cual conde
transilvano, en forma de sombra por debajo de la puerta, se irguió tan alto
como era desde las penumbras, flotó con tal maestría por el lugar que Drácula
habría estado orgulloso, se colocó a espaldas
de ella con su postura de depredador nocturno: extendió los brazos
cuales guadañas, las afiladas uñas amenazantes, los expectantes colmillos y ese
brillo diabólico en sus ojos; “¡Aaaaaah!” dijo el vampiro Eugenio, no hubo
respuesta, “¡Aaaaaah!”, repitió e igual, pero claro, ¿Cómo no se dio cuenta?,
traía audífonos, estiró sus largas uñas al alcance de la vista de la joven y ni
así, ella estaba tan absorta en escribirse cursilerías con un tal “Tony”, que lo
ignoró por completo, molesto y refunfuñando Eugenio salió de ahí arrastrando la
capa, azotó la puerta al salir y solo entonces la joven volteó.
Pero era demasiado tarde,
el frustrado fantasma se hallaba ya en el baño cavilando como es que iba a
hacer su última jugada, quedaba solo el niño de diez años, si fallaba en esta,
¿Cómo se desharía de ellos?, ya no se preocuparía por eso de los traumas, mejor
aún, mientras más traumas mejor, así a donde fueran y hubiese un espectro en
busca de paz, serian ellos, los mortales, quienes no tendrían paz. Eugenio
estaba determinado, era su última suerte, daría todo de sí para lograrlo, solo
esperaba la oportunidad y casi, como si su deseo fuese cumplido, supo que el crío estaba en la sala, ese era el momento, se dirigió hasta allá, del centro
de la sala hizo manar fuego y cenizas a la vez que emergía del caos con la piel
de rojo intenso sobre la marcada musculatura de su torso y brazos, un grueso
pelaje rojizo cubría sus patas de cabra, dos grandes cuernos de hueso negro adornaban
su frente, una corona hecha de cráneos flotaba sobre su cabeza mientras
sostenía un tridente de vertebras y acero, “¡MORTAL!” dijo con la voz profunda
y gutural de Eugenio Señor de Las Tinieblas, pero cuando vio al niño con unos
grandes auriculares y la consola de videojuegos casi pegada a la frente dijo:
“carajo”, con la voz marchita y rendida de Eugenio Mal Asustador. Apago las
llamas, limpio las cenizas y salió de ahí, para refugiarse en su baño.
Lejos de derrumbar a Eugenio, todos sus fracasos le habían enseñado
una valiosa lección, había pasado demasiado tiempo preocupándose porque lo
fueran a ver u oír, cuando en realidad, no había nadie en ese departamento que
tuviera el tiempo o la atención para ver u oír a alguien más que no fuera sí
mismo, así que dejó de molestarse en desaparecer cuando alguien estaba cerca y
hasta había abandonado el baño como su refugio, ahora vagaba con libertad por
toda la casa, en cualquier momento, veía el fútbol, escuchaba música, leía un
poco, totalmente quitado de la pena, mientras no fuera un aparato electrónico, vivía
rodeado de ciegos y sordos.
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