Gilberto (edición revisada).

Gilberto.

Gilberto Sampedro no podría ser llamado una persona normal desde mucho tiempo atrás, no, tampoco es que tuviera dones especiales, ni levantaba camiones con un brazo, ni mataba toros rompiéndoles el cuello ni podía llevar al éxtasis a las mujeres con sólo pronunciar la palabra “córrete”, no, lo que lo hacía especial y único era que el hombre no envejecía, a sus treinta años recién cumplidos Gilberto se seguía viendo como cuando tenía dieciocho, la misma cara de niño, tenía el mismo torso delgado y a pesar de hacer ejercicio seguía viéndose como antes, joven radiante. Gilberto era el asombro de sus contemporáneos, también era la envidia de sus contemporáneas pues todas ellas desearían verse como cuando tenían dieciocho, por estas razones espiaban al pobre hombre siempre y a toda hora que podían, le espiaban por si compraba algo inusual en la farmacia, o si encargaba algo especial por correo, algunas incluso se arriesgaron a espiarlo antes, durante y después que éste se bañara por si encontraban que usase alguna crema o ungüento, pero no, la lozanía de Gilberto no podía explicarse de manera natural o terrenal siquiera. La razón por la que no envejecía se hallaba más allá de los límites del conocimiento de los hombres, en un terreno que trasciende el espacio y el tiempo, que no ha existido pero existe y que ha de existir pero ya no existe más.

La muerte hace tiempo que actualizó su sistema de reclamar almas, al principio era sencillo la humanidad no eran más que un puñado de monos desnudos corriendo por ahí, y era común que un mastodonte los pisara o un felino de grandes colmillos los degollara, entonces la muerte si tenía que trabajar, tenía que andar corriendo de uno en otro cosechando las almas que le hacían falta levantar. Pero la población de seres humanos creció de manera impresionante en últimos siglos, así que la muerte se sentía fatigada de tanto ajetreo que le deparaba todos los días, entonces ideo una solución, creando un vínculo entre cada alma y un reloj de arena podía relajarse y dejar que su sistema reclame cada alma cuando la arena de la parte superior del reloj se acabe y ella solo deba voltearlo y el ciclo empezara de nuevo.

Ahí es donde el reloj de Gilberto Sampedro era diferente al resto, la muerte en su descuido rellenando ese reloj se le escapo dentro una pequeña piedra, a cual se atascó en el cuello del reloj evitando así que la arena bajase, haciendo que la vida de Gilberto se quedara atascada, al menos en apariencia, en los dieciocho años, sin embargo La Muerte, siendo el ser responsable e inmortal que es, frecuentemente revisa los relojes, casi siempre de un evento grande como desastres naturales o alguna guerra que los hombres tienen por cualquier insignificancia. La Muerte observa estos hechos indiferente con un café en la mano, lo único que le ocupa es ir dando vuelta a los relojes que corresponden a quienes ya se les ha terminado el tiempo.

En esas estaba La Muerte volteando los relojes de la última cruzada religiosa “salvadora del mundo”, cuando de reojo notó el reloj setecientos veintidós de la fila siete del estante de al lado, cuya base tenía una placa dorada con letras rojas que tenía escrito “Gilberto Sampedro”, la muerte lo vio y quedó atónita, otra vez uno de sus relojes se había quedado parado, si ya con lo de matusalén había tenido que dar explicaciones a los otros seres eternos acerca de porque no hacia bien su trabajo, lidiar con ellos era algo que no quería, se preguntó si alguno notaria que lo sacudiera un poco para que estuviera al día, apurada por tener más cosas que hacer le dio un par de sacudidas, la primera para quitar el obstáculo de ese lugar y las demás para que bajara más arena, cuando estuvo satisfecha de cuanta había movido, lo coloco en su lugar, sonrió para sí misma y volvió a encargarse de los otros relojes.

Esa noche Gilberto no durmió bien, soñó que una mujer gigantesca lo levantaba del piso y le sacudía sin parar hasta dejarlo mareado y lo veía sonriente después de dejarlo tirado en el suelo, cansado y sin aliento. Por la mañana despertó exhausto y con cada musculo de su cuerpo tenso, se incorporó en el lecho paso su mano por su cara y se descubrió algo nuevo, su antes limpia cara se hallaba ahora poblada por una gruesa barba, sobresaltado corrió al espejo del baño para descubrir un rostro que no era el suyo, pero que dentro de sí mismo sabía que no podía ser otro más que el suyo. Otro problema resulto ser la ropa, todo lo que el solía usar le quedaba apretado, solo un par de vaqueros, una camisa a cuadros y unas botas le quedaron suficientemente bien para que se sintiera cómodo, el resto parecía destinado a no volver a ser usado. A media conformidad con su nueva apariencia salió a la calle, el perro del vecino, antes un dócil y cariñoso animal, se mostró hosco y le enseño los dientes mientras le gruñía y hacia amago de morderlo, el tendero de la esquina ignoró su saludo e hizo una mueca de extrañeza cuando éste le saludo, las señoras que saludaba en el puesto de café le juzgaron de loco y la chica que le sonreía en el escaparate de la pastelería se asustó nada más verlo. Está de más decir que en su trabajo no le reconocieron y le amenazaron de llamar a la policía si insistía en querer ocupar un puesto que no era el suyo, abrumado, desolado y sin saber que más hacer fue a casa de su novia, la cual tampoco le creyó que fuera el mismo, por más señas que éste le dio de que era en realidad él, le tiro un balde de agua desde el balcón y ahí acabo todo intento de apapacho, entonces mojado y humillado se refugió en un bar, pidió un trago y se sumió en sus pensamientos.

¿Qué sentido tenía ya la vida?, si todo lo que quería, lo que era su vida le era ajeno, parecía que hubiera sido otro hombre todo este tiempo y que hasta la noche anterior él solo había estado viendo la vida como un espectador a través de la pantalla del cine, pero ahora que era él quien tenía que suplir al protagonista no podía ser tan bueno como aquel, nadie le tenía el mismo aprecio que aquel y todo le era más difícil que a su anterior yo, entonces tuvo una revelación, a saber si era en verdad una idea suya, si era parte de quien solía ser o si eran el montón de tragos que llevaba encima lo que le hizo pensar así, pero se sentía confiado con su resolución. Volvió a casa, sacó en una maleta las cosas que le eran más preciadas, saco el dinero que aún le quedaba y le prendió fuego a la casa.
Todos sus vecinos aseguraron a la policía que no lo habían visto salir de la casa, todos le dieron por muerto, esperaba que fuese de esa manera, porque rentó un lugar del otro lado de la ciudad y se cambió el nombre por el de Rafael, aprendió un par de cosas nuevas y se permitió ser lo que siempre quiso, harto del trabajo en el banco prefirió cantar en los bares y se imbuyo en la trova y la bohemia, conoció a una mujer que siempre coreaba sus canciones, se hizo de amigos entre esos lugares y otros que frecuentaba y pasaba junto a quienes solía conocer antes sin inmutarse ni preocuparse por ser reconocido ni por reconocer o recordar, porque él ya no era Gilberto, sino Rafael, y si se preguntan si era feliz, sí lo era, aunque a su manera, Gilberto jamás habría podido ser feliz de la manera que él, siendo Rafael lo era.


La Muerte a pesar de estar muy ocupada aun todo el tiempo, suele ser muy estricta con los detalles, por eso en el estante cuarenta y tres “B”, en la fila siete hay un reloj sobre cuya placa luce un buen pedazo de cinta papel que escrito con marcador se lee Rafael Mendoza.

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